Aunque parezca sencillo el fenómeno del signo resulta ser, en el momento de reflexionar sobre él, unos de los problemas filosóficos más complejos y difíciles. Lo hemos constatado en el capítulo anterior al narrar el esfuerzo intelectual que demandó a lo largo de la historia. Nos podemos preguntar: ¿Cuál es el origen de los signos? O de manera más directa todavía: ¿Por qué habla la gente?
Sobre estas cuestiones hagamos, al menos, una reflexión general.
Apenas la persona humana se coloca ante el mundo (o ante si misma como parte del mundo). Se da cuenta que existe cosas. Y entre las cosas que existen, está ella misma como ser humano que percibe las cosas. Las realidad se nos impone como un dato normal y primero. Pero cuando nos interrogamos “¿Qué es la realidad?”, la propuesta primera y espontánea es: “son todas las cosas”, o sea todo lo que podemos percibir con los sentidos, lo que experimentamos con los sentimientos, o pensamos con la mente.
Y podemos seguir indagando: ¿qué son “todas las cosas”?, ¿cuál es el horizonte común que abarca toda la realidad? Así llegamos a la pregunta filosófica acerca del “ser”, es decir, aquello por el cual alguna cosa “es”. No podríamos percibir ni pensar nada sino hubiera alguna cosa, es decir, si no hubiera ser. También la nada, el “no ser” lo captamos como algo pensable, en la medida que la damos forma mental y por tanto como si fuese algo existente. El ser es el fundamento de cuanto puede existir, lo que podemos hacer o imaginar. Es lo que está allí y que posibilita cualquier actividad humana, física, psicológica, afectiva o mental.
¿Qué tiene que ver todo esto con los signos?
Tiene que ver, porque también como trasfondo de toda actividad sígnica se halla la realidad del ser, la realidad de todo aquello sobre lo cual es posible decir algo pensarlo y, en consecuencia, representarlo con signos.
Si queremos tener un contacto significativo con la realidad o sea, con el ser y los seres, nos vemos obligados a construir otros seres llamados “signos” y ellos nos permiten captar las cosas con algún significado. Por este motivo los signos, antes de ser estudiado por la nueva ciencia de la semiótica lo hemos visto, fueron desde la antigüedad, objeto de la curiosidad filosófica.
Pongamos el siguiente ejemplo. Un niño visita el zoológico y se detiene con curiosidad a mirar los elefantes. Al día siguiente le cuenta a los maestros en la escuela lo que vio. Este le invita a describir los elefantes que ha visto. Con toda probabilidad de que el chico narrará algunas de las características del paquidermo, y además, añadirá otras a modo de comentario o impresiones. Lo que hizo el chico con las palabras es seleccionar y estructurar signos lingüísticos, para comunicar su experiencia, o sea, para expresar un significado.
Naturaleza, rasgos y vocación de los signos.
Este sencillo episodio del chico que cuenta su visita al zoológico nos da pie para explicar la naturaleza de los signos, que son, recordémoslo, un fenómeno social, y por ello sirven como instrumento de comunicación.
En primer lugar el signo ofrece datos sobre la realidad representada, en un conjunto de elementos que están en lugar de otra cosa y que la designan. Los Datos que entrega el signo son ante todo la imagen del elefante reproducida en la mente del niño. Esta imagen mental no es el animal real, sino sólo una “copia” con algunas características –no todas- del corpulento mamífero con su larga trompa y grandes orejas.
El signo, además, es una interpretación de la realidad representada.
El chico agrega o no toma en cuenta otras cosas al comentar lo que ha visto sobre los elefantes. El signo es también siempre una hermenéutica, es decir, la interpretación de algún sentido que tiene la realidad conocida. Cada vez que pensamos o imaginamos alguna realidad, hacemos una reproducción mental de la misma, pero bajo el aspecto o la forma en que nuestra mente la percibe, y por lo tanto interpretamos las informaciones recibidas. La percepción del ser (sea éste real, pensado o imaginario) inicia nuestro dialogo con las cosas, y los signos son un modo de apropiarse y de interpretar el mundo.
En conclusión el signo es un simulacro de la realidad que comienza en nuestra mente. Es correcto decir , entonces, que el pensamiento, la idea, es un signo, porque está en lugar de otra cosa, de cualquier ente recibido dentro o fuera de nosotros, o simplemente creado por nuestra fantasía.
Pero también son signos muchos otros objetos construidos con el propósito de estar en lugar de otras cosas: una foto, la señal vial, un gesto para saludar… y todo aquello que podemos tomar convencionalmente como signo.
Llegamos a la definición clásica de signo: aliquid stat pro aliquo (algo está en lugar de otra cosa), y aparece así su dimensión relacional. Un objeto presente la relaciona con otro que esta ausente. Esta relación, sin embargo, requiere de alguien que percibe la línea de conexión entre los dos objetos, es decir, alguien que actualice la realidad del signo.
Otra faceta de la estructura del signo la podemos ilustrar analizando el siguiente ejemplo. Enciendo mi computadora, introduzco un disquete y me dispongo a escribir. De pronto la máquina emite un sonido parecido a una alarma. Es la advertencia de que hay un virus; he percibido un signo y debo tomar precauciones necesarias. Me pregunto; ¿por qué ese sonido lo capto como un signo? Porque todo signo tiene –semióticamente- las siguiente tres características.
Una forma física por la cual se hace perceptible a los sentidos (el sonido de la alarma),
Debe referirse a algo diferente de sí mismo (advierte sobre la presencia de un virus),
Alguien debe reconocerlo como tal, o sea, como signo (yo acepto el significado).
Hemos de agregar en seguida que esta explicación descarnada de la estructura del signo, no da cuenta de todo lo que puede efectivamente desencadenar un signo a nivel comunicativo. A menudo, los signos instauran una red de sentidos que va mas allá del simple “remplazar cosas”, porque la semiosis es un fenómeno social, y los signos se mueven al interior de contextos, donde existe una constante y compleja interacción comunicativa. Los signos, pues, no son entes abstractos, sino elementos de uso vital, sometidos a continuos reconocimientos a veces caprichosos y bizarros.
La realidad de los signos instaura el problema de saber qué condiciones son las que dan lugar al reconocimiento de los signos, al mecanismo por el cual el sujeto separa los objetos en “simplemente cosas” y en “cosas signos”.
Dos enfoques sobre el signo
En la historia de la semiótica han surgido varios modos de conceptuar los elementos que componen la estructura del signo. Vale la pena presentar las dos corrientes más conocidas en la actualidad. Los otros intentos teóricos aparecidos posteriormente, de una manera u otra, se derivan o remiten a estas dos corrientes.
La postura lingüística de Ferdinand de Saussure
Los estudios del signo ocuparon un puesto central en la lingüística, por eso no podemos menos que citar a F. de Saussure (1857-1913), uno de los pioneros que se dedicó a analizar este tema. De él se derivaron numerosos estudios posteriores.
Para F. de Saussure el signo es una unidad lingüística que tiene dos caras:
· Una sensible llamada Significante. Puede ser acústica (los sonidos de las palabras). O bien visual (letras de la escritura), pero siempre es algo material.
· Otra es inmaterial: la ida o concepto evocado en nuestra mente, y se llama Significado.
Saussure cita como ejemplo la palabra “árbol”: el significante es la forma física del término, mientras que el significado es el concepto mental de “árbol”.
El signo además hace referencia a alguna cosa, y a esa realidad Saussure la denomina realidad referencial; es el objeto, la cosa o el fenómeno, al cual se alude mediante el signo, Saussure piensa que el referente no integra la estructura del signo y que éste posee sólo una semblanza diádica. En este aspecto Saussure es deudor de una visión cartesiana de la mente y del conocimiento humano.
En cambio Orden y Richard (1923), hablan de referente para indicar la entidad que señala el significante, y lo consideran como un elemento que integra plenamente la estructura del signo. Siempre será necesario un referente para captar lo que se alude utilizando los signos. Está claro no todo los signos se refieren a cosas reales o materiales. Gran cantidad de signos abarcan el mundo irreal, como sucede con muchos cuentos o películas de fantasía donde se ven seres que jamás han existido fuera de la narración y de la pantalla. Otros signos aluden en cambio, a entes abstractos, a conceptos teóricos a relaciones, como sucede con los signos matemáticos.
Saussure sostiene que en los códigos lingüísticos, la relación entre el significante y el significado es arbitraria, porque no está motivada por el objeto al cual se refiere, sino que está fundada en el consenso social por el cual los grupos humanos deciden asumir esa asociación. Este fenómeno explica la gran cantidad de idiomas que hay en el mundo.
Por si solo n signo no tiene valor, es necesario juzgarlo dentro de un sistema o estructura que es la lengua. Allí entra en relación con otros signos y se vincula con los demás elementos de todo el sistema lingüístico.
El signo como fenómeno binario, fue estudiado también por la lingüística danés Louis Hjelmsev (1899-1963). Igual que Saussure distinguió en el signo dos aspectos que llamó la forma de expresión y la forma del contenido, para indicar, respectivamente, el plano sensible y material y la dimensión inmaterial o conceptual del signo.
Debemos decir que cuando se comenzó esta noción a los signos audiovisuales, especialmente al iconismo, aparecieron de inmediato las dificultades de trasladar al campo de las imágenes lo que es propio de las categorías lingüísticas. Este problema lo exploraremos en el capítulo sobre la imagen icónica.
Por último, en referencia al pensamiento semiológico de Saussure, debemos recordar que su teoría lingüística del signo levantó una polémica, cuando algunos semiólogos comenzaron a afirmar que la noción saussuriana de signo era ambigua. Y que no es posible seguir sosteniendo que la lengua es un sistema general de signos. Los críticos y propiciadores de la “disolución del signo”, afirmaban que hay que ubicar al lenguaje y por tanto también los signos dentro de una semiología entendida como un proceso de comunicación y no como una ciencia que estudia un sistema de signos. En consecuencia afirmaban que los signos en sí mismos no tienen razón de ser, se disuelven y lo que cuenta es la dinámica de las significaciones. En rigor de verdad, esta crítica hoy no se sostiene, porque aparece claramente parcial, ya que –si teóricamente tuviese plena validez- se refiere exclusivamente a una categoría de signos, a los lingüísticos. Pero sabemos que los lenguajes desbordan la lengua y tienen una dimensión mucho más amplia y dinámica. Es cierto que los signos actúan dentro de la movilidad semántica propia de los procesos diacrónicos que le afligen cambios a los lenguajes, sin embargo no se puede negar que cada signo posee también una base sincrónica fija y una propia estructura inminente, y eso sucede también con los signos lingüísticos.
La compresión adecuada de los signos, requiere además, tomar en cuenta la larga reflexión e investigación histórica que se ha hecho sobre ellos. Por este motivo nos detuvimos en el capítulo anterior, a presentar una síntesis de la evolución de la noción de signos a través de los siglos.
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